La historia que estoy por contarte, cae dentro de las tiernas ocurrencias que tienen los niños en su intento por comprender el mundo, pero para ti y para mí, esta historia tiene un sentido sumamente profundo:
Íñigo y Santiago eran los más pequeños de la casa, apenas estaban aprendiendo a rezar el Padre Nuestro, por lo que su papá le pidió a Santiago durante la comida que bendijera con esa oración. A la hora de la cena, su papá le pidió en esa ocasión a Íñigo, a quien normalmente le dicen “Iñi” que bendijera los alimentos con la oración que recién aprendían.
“Padre nuestro que estás en el Cielo, Íñificado sea tu nombre…”
El papá se enterneció al comprender que Íñigo siguiendo la lógica de su hermano Santiago al decir “Santificado”, él quería ser “Íñificado”.
¿Cuándo fue la última vez que pedimos al Señor por nuestra salvación? Que, en oración, describimos nuestro anhelo por estar cerquita de Dios. Que nos atrevimos a imaginar la posibilidad de ir al Cielo sin pasar por el Purgatorio.
Soñar con ir al Cielo después de la muerte no es sinónimo de poco temor de Dios, ni de ser incapaces de reconocer nuestros propios vicios y pecados. Tampoco es parte de una ideología barata de creer que todos vamos a ir al Cielo porque al final todos teníamos buenas intenciones. No. Todo católico, debería soñar con ir al Cielo después de la muerte porque en Cristo se puede lograr.
Al hombre le duele la muerte, porque en el principio, fuimos creados para vivir, vivir eternamente y ahora que, por nuestra condición morimos, la muerte nos suena absurda y sin razón. Pedir por tu salvación y entregarte en batallas todos los días es la forma de querer vivir eternamente.
Una de las tesis principales que Matthew Kelly, un escritor católico americano, plantea en su libro “The biggest lie in the history of Cristianity” es la siguiente: el gran triunfo del demonio en nuestros días consiste en hacernos creer en los más hondo de nosotros que la santidad no es posible, que es una idea ingenua y absurda.
Qué mejor forma de perder almas que convenciendo a la gente de que todo lo que hay y todo a lo que se puede aspirar está en este mundo. No hay más. Tómalo o déjalo, este es un mundo de vivos y si no lo tomas, si no te aprovechas de todas las circunstancias, eres un pobre loco que no supo aprovechar la vida.
Por eso, la corrupción, la infidelidad, las injusticias, no pesan lo que deberían pesar porque, si no aceptabas ese dinero, el de al lado sí lo haría y tú serías el tonto… porque si no supiste gozar de la química que se dio con alguien más, ni viviste la adrenalina de tener una “gran aventura” mientras le jurabas fidelidad a alguien más, eres un aburrido. Y si fuiste de los que alzó la voz por aquellos casos perdidos y sólo hiciste el ridículo, es porque nunca supiste que en esta vida hay que rascarse con tus propias uñas y no andarse metiendo en asuntos ajenos.
Necesitamos almas grandes, inflamadas de Amor, que sigan jugando el papel de incomprendidos e ingenuos que piensan que en esta vida se puede aspirar a cosas mucho más nobles y buenas.
El Señor conocía el gran reto que dejaba a todos los que le seguirían, conocía las dificultades y el gran carácter que necesitaríamos para aspirar a la santidad, por ello, Jesús, antes de que iniciara su Pasión, en una oración que hace, le pide al Padre:
“…Te ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que me diste, ya no estoy en el mundo, más estos están en el mundo. Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre… No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno…”
Evangelio San Juan, 17.
Jesús rezaba por ti y por mí, porque conoce al enemigo, conoce nuestra fragilidad. Hace dos mil años, Jesús pedía por ti, porque sabía que creerías en Él.
Hoy, el demonio nos ha logrado convencer de que las verdaderas aspiraciones están aquí: tener fama, éxito, dinero, reconocimiento, poder… y no es que esté mal, pero todo queda incompleto cuando perdemos de vista el Cielo, nuestra tierra prometida.
Pidamos al Señor, un alma magnánima, un alma capaz de soñar en grande, de aspirar a lo alto y que no se conforme con los estándares de este mundo.
La salvación tiene nombre y apellido. Pidamos ser “Monificadas, Juanificados, Lucificadas” o cual sea que sea tu nombre, porque el Cielo y este plan perfecto de salvación tienen un lugar reservado para ti, que siempre quedará vacío si decides no reclamarlo.
El camino no es fácil, pero lo vale totalmente. Digámosle desde lo más profundo de nuestro corazón, a nuestro Señor, aquellas palabras de San Agustín:
“Es duro seguirte, Señor, pero es imposible dejarte.”